domingo, 22 de agosto de 2010

El día del niño no es para mí


Habiendo pasado el día del niño hace unos días, no faltaba expresar mi total frustración con esa singular festividad. Siempre he vivido en una familia donde se enseña que “el regalo no es importante” o que “lo que cuenta es que te haya visitado”. Es cierto, después de 22 años diciéndome lo mismo uno tiene que creérsela. Pero ¿qué pasa cuando esta norma no se aplica con todos los miembros de la familia?

En la mía, siempre se ha celebrado las distintas fechas en que se veneran a las cabezas de todas: Día de la madre y del padre. Comencemos por el del padre. Como padre mayor, siempre se celebra al abuelo. Al primero, al creador y motivo por el que todos estamos reunidos en ese mismo momento. Por lo general es en su casa, ya que hay que darle las facilidades del caso, pero de vez en cuando nos salimos del guión cuando a algún familiar (padre también) le da flojera de salir de su casa o le da miedo dejarla sola. O derrepente, quizás, porque simplemente quiere pasarla con su familia más cercana y directa. En fin.
Mis tíos, los hijos de mi abuelo, traen ostentosos regalos para él, lo cual me parece genial. Desde ropa hasta colonias, mi abuelo siempre sale empapado de regalos. Su cuarto queda hecho un estacionamiento desorganizado de papeles y cajas de regalo.  Después un desayuno que no tiene qué envidiar a un almuerzo. Pero eso no es todo, los presentes son para los padres de toda la familia: tíos y tíos políticos. Así, cada uno regresa a su hogar a disfrutar del resto de su día con sus respectivas familias.
Pero falta una personas más, una de las más respetadas en todos los tiempos y ámbitos. Una a la que, supuestamente, no se le debería de tocar ni con el pétalo de una rosa, una que hasta en donde matan a  sangre fría a cualquier persona por placer y por plata, como es en Juarez – México, a ésta se le respeta.  La madre es este único personaje. Y como a todas, se le tiene que rendir el homenaje respectivo por su día. Es decir, el día de la madre. Así como a los padres se les trae regalos, a las madres también. Sería lo mismo con la abuela, pero lamentablemente ya no la tenemos con nosotros desde hace 12 años, así que la atención se la llevan equitativamente todas las madres de la familia. ¿El lugar? El de alguna madre que se ofrezca. No siempre es en el mismo. Mientras, un desayuno o almuerzo. Depende de lo que se haya quedado en la semana, y los planes de los tíos del sábado por la noche.
Así termina el festejo a los padres de familia de la mía. Pero falta el homenaje más esperado por nosotros, o los que fuimos nosotros alguna vez. Con 22 años encima ya no puedo decir que soy un niño, así mi perfil del Facebook diga que moriré siendo un niño y en el de mi blog diga que jugaré Play Station hasta abuelo, pero me quedan los recuerdos de cuando lo fui. Mi niñez fue buena, sin preocupaciones ni tantas responsabilidades. Clásico para un niño, utopía para los que venden caramelos a esa edad. Pero lo que nunca me voy a olvidar, y me ha marcado la existencia es el ver cómo se celebra el día del padre y el de la madre, pero no el del niño en mi familia. Levantarme temprano los domingos para pasarla con mi familia por el día del padre o la madre y ver que no había una retribución de ellos mismos, era espantoso. Con mis primas, porque soy el único hombre de los siete nietos, y el mayor, siempre nos hemos quejado de tal injusticia. Fue tanta la insistencia tantos años, que un día, un domingo de un año, nos los celebraron. Me acuerdo que todos los primos estábamos emocionados por recibir lo que, finalmente, tras largos años, nunca nos dieron. Sentados en los sillones rojos separados por una mesa madera mostaza, una pintura enmarcada del “Corazón de Cristo” y un espejo muy antiguo eran testigos de la hazaña que íbamos a conseguir. Sacaron los primeros regalos, nos lo repartieron a cada uno, respectivamente, y los abrimos al mismo tiempo. Oh sorpresa, qué dicha, regalos finalmente. ¿Ropa? ¿Juguetes? ¿Qué será? La emoción nos invadía el cuerpo mientras desgarrábamos, cual depredador a su presa, el papel de regalo. La excitación del momento era única, era incomparable hasta que uno de los adultos dijo la frase que nos quitaría esa sonrisa de la cara y de nuestro estante de juguetes o ropero: -“Son regalos simbólicos”-
                No sé qué pensar cuando me cuentan amigos de su infancia y sus “días del niño”, pero el mío era el “día para hacer llorar a un niño”. Unas gorras con la letra inicial de nuestro nombre no satisfacen 10 o 15 años “días del niño” sin festejar. Unos polos de nuestros equipos favoritos con nuestro nombre en la parte de atrás no opacan esos años de total incertidumbre y desdicha a nuestra niñez. No me malinterpreten, tíos míos, el polo todavía lo tengo para dormir y la gorra…bueno, no sé donde está.

No hay comentarios:

Publicar un comentario